Aritz Recalde, abril 2022
El país se encuentra atravesando una crisis económica de mediano y de largo plazo, iniciada con la caída del tercer peronismo y con la instalación del programa de la dictadura de 1976. Desde esa fecha hasta la actualidad, la Argentina pasó por un proceso de avances y de retrocesos de iniciativas políticas cuyo balance general es la desindustrialización, la extranjerización y la concentración económica. En las últimas cuatro décadas se produjeron ciclos de estancamiento (1983-1991 y 2013-2020), seguidos de etapas de crecimiento (1991-1998 y 2003-2012) y momentos de traumáticos quiebres económicos y políticos (1989, 2001 y 2019).
En el plano social, ese modelo de país derivó en un índice de pobreza
estructural que ronda el 30 por ciento. En épocas de inestabilidad económica esa
cifra aumenta y castiga entre el 45 y 50 por ciento de los argentinos.
A ese difícil contexto se le agrega la prolongación de una crisis
política e institucional que se hizo evidente en el año 2001. Luego de décadas
de régimen democrático, hoy se vuelve evidente la incapacidad del sistema de
partidos para construir un proyecto colectivo que integre a todos los
argentinos. Con la democracia, lamentablemente, no se come, tampoco se viste y menos
aún hay garantía de educación y de ascenso social.
Las crisis debilitan la credibilidad del sistema político e inducen a
la población a una situación emocional sumamente inestable. Los Partidos
tradicionales adolecen de doctrina y de agenda programática y fluctúan en
función de la agenda mundial y del mercadeo y la competencia electoral. Es
habitual que el país cambie radicalmente la política de desarrollo y la Argentina
construye y destruye el Gobierno y el Estado, cuestión que constituye una
característica normal de su comportamiento histórico.
En paralelo a la inestabilidad económica, social y política, la Argentina
atraviesa un sinuoso proceso de destrucción de los cimientos culturales y
morales que conocemos. Se instaló un mecanismo argumentativo autodenigratorio, caracterizado
por universalizar los problemas particulares y presentarlos como un atributo
esencial, originario y determinante del ser de las instituciones y de los actores
colectivos.
Los protagonistas de la demolición de los valores son los ideológicos
progresistas y liberales. En el periodismo y en la dirigencia se producen y circulan
corrosivos discursos que demuelen a martillazos las columnas que sostienen
nuestra tradición nacional. A diferencia de otras épocas, la destrucción de los
cimientos identitarios no viene acompañada de una propuesta superadora de nueva
sociedad.
Parte del peronismo abandonó su posición doctrinaria, aquella que lo
caracterizó por ser revolucionario en lo social, industrialista en lo
productivo y tradicionalista y socialcristiano en lo cultural. El progresismo
ocupó el centro con su ideología liberal de izquierda, que propone el cambio
radical de la cultura y la moderación en las transformaciones económicas y
sociales.
La crítica radical progresista difunde como dogma incuestionable que los
Jueces y la justicia —en su totalidad y sin matices— son corruptos y oligárquicos.
Los policías son identificados como un conjunto de “criminales con placa”. Los
curas y pastores son acusados de ser anti derechos y patriarcales. Los hombres son
representados como inmanentemente violentos. Para el progresismo, los militares
son genocidas y la continuación perversa de la dictadura. En esta ideología, los
empresarios agrarios e industriales se caracterizan por ser oligarcas, evasores
y explotadores.
El liberalismo está dedicado a formar opinión pública persuadiendo
acerca de que los sindicatos son burócratas y factores distorsivos del
capitalismo. Los operadores de prensa del liberalismo construyen la imagen de
que todos los políticos son corruptos y arribistas. En esa misma línea, atacan
a los maestros y educadores por ser supuestamente vagos e incapaces y por hacer política en las aulas.
El resultado directo de estas ideologías es el aumento del
descreimiento sobre la justicia, la política, el Estado y sobre la totalidad de
las instituciones y valores que regularon la comunidad en las últimas décadas. Nada
queda en pie y todo debe ser disuelto en un relativismo extremo y angustiante.
Las familias son atacadas por oficiar de cárceles y la maternidad y la paternidad
son señaladas como una carga. Los padres son acusados de ser pequeños
dictadores y el principio de autoridad desaparece del seno familiar. Dicha ideología,
llevada a la gestión del Gobierno, hoy justifica la inexistencia de políticas
de protección familiar de la infancia y de las embarazadas. La mutación valorativa llevó al peronismo a abandonar el valor
constitutivo de su proyecto revolucionario, aquel que indicaba que los “únicos privilegiados son los niños”, y
el Estado hoy no está garantizando un piso mínimo de cuidado y dignidad para la
gran mayoría de los 800 mil nacimientos por año, dejándolos a la deriva en una
de las peores crisis sociales y sanitarias de la historia.
Para un sector del progresismo, las religiones serían la droga del
pueblo, las iglesias campos de concentración ideológica y los fieles unos “irracionales seguidores de Bolsonaro”. Como
resultado de esa ideología, en los últimos años se produjeron agresiones contra
los lugares de culto en un país que históricamente se caracterizó por el diálogo
interreligioso. De continuarse esta tendencia, es de esperar que el sector
agredido reaccione y el país vuelva, potencialmente, a reiterar el
enfrentamiento ideológico de los años setenta. El liberalismo de izquierda, si
bien puede interpelar a círculos intelectuales de las grandes ciudades, no
representa a la mayoría popular de las provincias federales de tradición
católica, que no comprende a la dirigencia iluminista que viene perdiendo
legitimidad y representatividad a una velocidad inusitada.
La incapacidad de los partidos de encontrar soluciones sociales y
económicas para las mayorías, está haciendo de la democracia un sistema de
representación de minorías. La inexistencia de partidos doctrinarios y la falta
de comportamientos ejemplares entre la dirigencia, están esmerilando la
credibilidad dirigencial. En este marco, la
crítica liberal contra la política adquiere asidero y persuade a una
parte importante de la sociedad que cada día se encuentra más radicalizada en
su nihilismo. En dos años, el oficialismo nacional perdió casi cinco millones
de votos, de la misma manera que lo hizo la ALIANZA entre 1999 y 2001. En el
año 2021 más de un millón de electores votaron en blanco o directamente
impugnaron su voto. El descreimiento creciente sobre la actividad partidaria
pone en riesgo la estabilidad del conjunto del sistema y se auto engañan todos
aquellos que creen que solamente está en juego perder una elección en 2023.
La actual acción cultural es corrosiva y está profundizando la ruptura
de los principios solidarios que históricamente unieron a la comunidad. En su
lugar se exacerba el individualismo y la anárquica e imparable violencia
interpersonal ocupa crecientemente el escenario público de las grandes urbes.
Los argentinos cada día creen menos en el Estado de derecho y el
método de “justicia por mano propia” aumenta, derivando en enfrentamientos
entre particulares. Aumenta la violencia en los barrios y en las escuelas. El
tránsito se torna caótico y el gesto más simple en un cruce de esquinas desata conflictos
y agresiones. La educación pública está en una severa crisis de sentido y la
clase media y alta la abandonaron como perspectiva para sus hijos, profundizando
la grieta cultural y las distancias entre ricos y pobres.
Hoy crece el escepticismo, la angustia y el descreimiento popular
sobre la posibilidad de que el país mejore. Una parte de los argentinos está
llenando ese vacío existencial y moral a partir de reforzar sus convicciones
religiosas. La expansión del evangelismo y la elección de la educación
religiosa católica por los padres es una muestra de aquello. Otro sector de la
sociedad intenta no naufragar en el tsunami ideológico y político actual, buscando
reconstruir su pequeña comunidad familiar, del club, el sindicato, la
agrupación o el barrio.
El consumo de drogas y de ansiolíticos entre la juventud se ofrece
como alternativa al sentimiento creciente acerca de que el “país no tiene arreglo”. En paralelo y de
manera similar al año 2000, una parte importante de la clase media se está
yendo del país a buscar mejor destino en otras latitudes. En un sector cada vez
más grande de la población se profundiza la inestabilidad emocional y eso
supone, potencialmente, el sentimiento de frustración que puede derivar en una
explosión social.
Está desapareciendo el concepto de Nación como unidad de destino y
principio de solidaridad social y, en su lugar, la Argentina se vuelve una masa
de consumidores desiguales y mayoritariamente pobres.
En este crucial momento histórico, y a diferencia de lo que creen tanto
liberales como progresistas, la Argentina no tiene que demoler sus valores y
tradiciones, sino que necesita reconstruir su cultura y la credibilidad en las
instituciones fundantes. Es momento de reforzar la solidaridad social
comunitaria que le dieron identidad y cohesión a la Nación. Sobre estos
principios se debe forjar un nuevo pacto social y moral a partir del cual
formular un gran acuerdo político de refundación nacional.
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