El Nacionalismo Popular
La categoría de Nación contiene variables demográficas, territoriales,
materiales, culturales y políticas. Una Nación incluye a un pueblo en un
territorio que conforma el estado vital
de la comunidad. El sentimiento de afecto a la tierra se denomina patriotismo y es una forma emocional estable
y movilizadora de la comunidad.
Culturalmente, dicha comunidad humana debe estar
unificada con un lenguaje y con un sistema de valores compartidos en el cual la
religión y la tradición son dos pilares centrales. El presente nacional de un
pueblo lleva consigo el mandato cultural histórico de la colectividad, que se
proyecta con esa identidad hacia el futuro. La conciencia histórica es parte de
la conciencia nacional o, dicho de otra manera, la Nación es la afirmación del
grado máximo de la comunidad histórica.
El patriotismo y la uniformidad cultural generan las
condiciones de posibilidad para que exista el principio de solidaridad social básico,
que cohesiona a las personas y a los grupos y los mantiene unidos para
enfrentar las adversidades económicas, políticas e incluso bélicas.
Dentro de cada Nación se producen tensiones y hay grupos que,
de forma parcial o incluso radicalmente, se encuentran enfrentados en sus
intereses. La Nación, en este sentido, es armonía y conciliación pero a la vez
es también disputa y lucha. La unidad comunitaria, a partir de la cual se vertebra
la Nación, es el resultado de una síntesis de distintas fuerzas sociales en
tensiones y en constante transformación.
La Nación es una entidad histórica situada y su
existencia conlleva la disputa con las demás nacionalidades y factores de
intereses. La Nación enfrenta el dilema de edificar y consolidar su soberanía o
de convertirse en un satélite de otra nacionalidad. En el juego de las
relaciones internacionales, si bien las Naciones pueden ser temporalmente factores
de antagonismo, son siempre e indefectiblemente una condición de supervivencia de
la comunidad.
Para que exista una Nación es necesaria una base material
que es parte de su espacio vital. De
la economía depende la subsistencia alimentaria y biológica de la colectividad.
Además, en el teatro de las relaciones internacionales, la independencia
económica es el principio básico de la soberanía política. La lucha por la soberanía
en los siglos XIX y XX se dio en el terreno de la disputa por la industrialización,
por el control de los mercados, por el manejo de los recursos naturales y de las
finanzas. A la tradición, el lenguaje, la religión, el himno y la bandera, el
nacionalismo contemporáneo le sumó la administración del petróleo y de los bancos,
la producción de acero y de carbón y el desenvolvimiento de la ciencia y de las
maquinas con fines de desarrollo productivo y tecnológico.
La nacionalidad existe como parte de un proyecto y de una
voluntad de poder. Las particularidades de cada comunidad histórica organizada
inducen a la formación de distintos regímenes políticos e institucionales de
gobierno y de administración. El Estado es el órgano político rector de los
grupos sociales y, para que tenga vitalidad, en su seno se debe expresar la
voluntad de las organizaciones libres del pueblo. El Estado no es un fin en sí
mismo, sino un medio de realización de un pueblo y tiene la potestad de mandar
y de dirigir a los miembros de la comunidad detrás de objetivos históricos.
El Estado busca la síntesis de la nacionalidad, que es
siempre conflictiva por la disputa de los diversos grupos que la componen. El
sector más dinámico y poderoso de la comunidad organizada impone desde el
Estado sus valores y sus anhelos. A partir de estos principios, el Estado
ordena la convivencia y afirma la cultura del sector predominante y vela por el
efectivo cumplimiento de los intereses del conjunto. La dirigencia política solamente
es legítima si representa a toda la colectividad nacional y a su tradición
cultural e histórica. La síntesis nacional estatal supone afirmar lo inmanente
y lo eterno de un pueblo y también reconocer lo dinámico y la posibilidad de construcción
de lo nuevo.
La comunidad organizada encuentra en el Estado un medio
para resolver sus conflictos geopolíticos, territoriales y existenciales frente
a las otras nacionalidades. La unidad interna en el seno del Estado es un
principio fundamental de la actividad política frente a un mundo exterior potencialmente
hostil. El Estado ejerce, con las armas y con la diplomacia, la soberanía
territorial y es el garante y el catalizador de la independencia económica.
Para que el proyecto nacional sea viable se requiere de
una elite y de un pueblo organizado que
crea en los valores y en las aptitudes de su dirigencia y que ésta movilice la
voluntad histórica colectiva. El grupo dirigente debe disponer de prestigio y de
ciertas características que resalten valores rectores, entre los cuales se
destacan: la inteligencia y la prudencia, la conducta y la rectitud moral, el
patriotismo y el nacionalismo, el carácter, la determinación y el carisma, así
como la capacidad de ejecución. Además, y como ya mencionamos, la elite debe representar el interés
colectivo de la comunidad, fomentando la solidaridad y la acción conjunta del
gobierno, del pueblo y del Estado.
Si la elite
carece de estas condiciones podría intentar, o al menos pretender, ejercer su
dominio por la fuerza o a partir del poder del dinero utilizado para financiar
el periodismo y la propaganda. La falta de legitimidad del sector dirigente
puede originar la inestabilidad política, el enfrentamiento y la consecuente
incapacidad estatal para resolver los problemas nacionales y sociales.
La conducción política necesita de un pensamiento que
interprete el signo de los tiempos y que devele los factores estables, dinámicos
y cambiantes de cada época. El grupo directriz tiene la responsabilidad de
asumir el gobierno y el Estado, afirmando y recreando el mandato de la historia
y movilizando la potencialidad política de la comunidad organizada.
La Nación es una unidad de destino, resultante del pasado
y del presente, y transcurre su existencia en tiempos de armonía y de lucha con
las otras nacionalidades y grupos de poder. La nacionalidad es un proyecto de
vida colectiva que se entiende y que se siente, es razón y emoción en
desenvolvimiento.
Los
proyectos de la Nación Argentina
A lo largo de los últimos dos siglos de nuestra historia
patria, hubo dos grandes proyectos nacionales: el liberal y el nacionalista
popular.
La generación liberal del siglo XIX tuvo su máximo
esplendor con Julio Argentino Roca, que consolidó la unidad territorial y
conformó el Estado Nacional moderno, afirmando los límites geográficos desde el
norte hasta la Antártida.
El militar tucumano organizó la educación pública en
todos sus niveles, instruyendo de manera particular y diferenciada a la masa y
a la elite. El pueblo accedió a la
ciudadanía cultural con la escuela primaria pública, que fue expandida con la
ley 1420 y con la construcción de instalaciones en todo el país. Con el
servicio militar obligatorio, Roca contribuyó a unificar social, sanitaria y culturalmente
a una población inmigrante, que empezó a recibir atención médica, a hablar un
mismo idioma y a entender, a sentir y a querer la argentinidad. Las escuelas, los cuarteles, los territorios
nacionales y las obras públicas fueron medios de unidad territorial y política,
así como también recursos de construcción de ciudadanía y de uniformidad emocional.
El país desarrolló aceleradamente su economía de
exportación agropecuaria, bajo un modelo de inserción económica dependiente del
mercado mundial controlado por Inglaterra.
La Argentina liberal reclutó y educó a una elite civil y militar y sus titulares
comprendieron cabalmente la importancia de esa labor. Martín Rodríguez fundó la
Universidad de Buenos Aires y Bartolomé Mitre impulsó los Colegios Nacionales
en donde se educaron los hijos de la oligarquía y del nuevo empresariado,
quienes luego viajaban a Europa para completar su formación técnica e ideológica.
Bartolomé Mitre, lúcidamente, escribió una historia oficial y creó un diario de
doctrina (La Nación) a partir del cual dialogó y educó a la elite en el arte de la conducción del
Estado. Para contrarrestar el porteñismo unitario, Urquiza fundó el Colegio
Nacional de Concepción de Uruguay, cuna de encumbrados dirigentes y figuras de
la cultura y de la política. Domingo Faustino Sarmiento creó el Colegio
Militar y esa labor de educación, de profesionalización y de reclutamiento de
la dirigencia militar la continuó Julio Roca.
La
nación liberal tuvo una elite política
culturalmente afrancesada y una conducción económica de
ideología anglosajona. La cúpula militara adhirió, centralmente, a los valores
prusianos. Esa generación fue capaz de edificar un poderoso Estado
centralizador y una Nación que, por varias décadas, fue socialmente injusta,
pero económicamente prospera.
El segundo gran proyecto de país fue el del nacionalismo
popular conducido por Juan Domingo Perón. El mandatario tenía formación
militar, cuestión que le permitió ver con claridad la evolución geopolítica de
los Estados y pueblos, y los cambios que se estaban produciendo en las
relaciones internacionales de un mundo de entre guerras.
Marcando diferencias con la ideología del liberalismo,
Perón divisó con lucidez que en el siglo XX la nacionalidad era sinónimo de
industrialización. La producción agropecuaria y la subordinación a un solo
mercado nos hacían dependientes tanto de la fluctuación de los precios de los comodity, como de las operaciones comerciales
y políticas foráneas. El desarrollo agropecuario había cumplido su ciclo y era
momento de avanzar en el cambio de estructuras productivas, siguiendo el
esquema de las naciones como Inglaterra, la Unión Soviética, Francia, EUA,
Alemania o Japón. Argentina desarrolló e implementó ambiciosos Planes
Quinquenales de desarrollo industrial y para sufragarlos modificó las
instituciones financieras (nacionalizó depósitos bancarios y Banco Central),
los organismos de comercio exterior (creó el Instituto Argentino de Promoción
del Intercambio) y se nacionalizaron los servicios públicos.
El peronismo instrumentó la inclusión histórica de las
masas trabajadoras a la nacionalidad. El liberalismo los había integrado a la
cultura y, paulatinamente y con límites y temores, también los sumaría al juego
electoral a partir de la Ley Sáenz Peña. El Justicialismo implementó una
revolución social universalizando el derecho a la educación, a la salud
pública, al esparcimiento, a la vivienda y al crédito. Se crearon nuevos Ministerios
de Salud, Educación y Trabajo y se aprobaron flamantes leyes y marcos
reguladores del mundo laboral.
Perón, a diferencia de sus antecesores liberales, reclutó
a la elite del mundo obrero y les dio
a los trabajadores una centralidad política nunca antes vista en el manejo del
Estado. Nación y pueblo se funcionaron en un nuevo experimento político
sumamente exitoso en términos de desarrollo, de construcción de soberanía y de bienestar
colectivo. Los dirigentes de origen sindical se convirtieron en diputados,
senadores, gobernadores, embajadores y ministros.
El original sistema de ejercicio del poder que tuvo a los
sindicalistas como “columna vertebral de
Movimiento” y al que Perón denominó Comunidad
Organizada, reclutó además una elite
proveniente de las fuerzas armadas, del empresariado nacional, de la Iglesia y
de los partidos políticos tradicionales. La doctrina de la Nación amalgamó,
contuvo y movilizó a un conglomerado histórico pluri clasista con centro en los
trabajadores; pluri étnico, con eje en
la cultura cristiana; y pluri partidario detrás de las banderas de justicia
social, de independencia económica y de soberanía política para alcanzar la
felicidad del pueblo y la grandeza nacional.
La Argentina había madurado como Nación y Perón consideró
que estábamos en condiciones de cortar amarras con la reproducción dependiente de
la cultura europea. Ya no seríamos ni afrancesados, ni anglosajones, sino
orgullosamente argentinos y suramericanos en el marco de la doctrina de la Comunidad Organizada. Era momento de
forjar un nuevo modelo de organización política y de ecúmene existencial, que
si bien afirmaría nuestro anclaje a la tradición occidental y cristiana, lo
hacía de manera original y proyectando rasgos propios. Se superaría la etapa de
los partidos liberales, para remplazarlos por un Movimiento de masas que motorizaba
las acciones y las agendas de las organizaciones libres del pueblo.
El líder justicialista estableció que, en temas de
relaciones internacionales, no debíamos ser satélites de las potencias liberales ni
tampoco de las comunistas, propugnando el continentalismo y la Tercera Posición.
La Revolución Justicialista fue el proyecto histórico más
trascendente y avanzado en la construcción y en la consolidación del
nacionalismo popular argentino. Su labor quedó inconclusa por la acción de sus
enemigos —de adentro y de afuera— que aplicaron dos salvajes golpes militares
(1955 y 1976), 18 años de prohibiciones
y proscripciones (1955 a 1973) y que implementaron una acción política y
cultural desestabilizadora.
El fracaso de la Revolución Justicialista inició un ciclo
de oscuridad y de decadencia aún no revertido y que retrotrajo al país, en
términos tanto sociales como económicos, al siglo XIX.
La
Nación suramericana
Sudamérica contiene los elementos históricos y culturales
para formar una Nación de alcance continental y de estructura política federal.
La tradición imperial iberoamericana sentó las bases de una gran unidad
vertebrada por la lengua española y portuguesa, por la religión católica y por
un conjunto de valores y de costumbres que hicieron de la región una entidad
cultural e histórica de características únicas.
La relación entre España y Portugal con el mundo
precolombino fue conflictiva y violenta, reproduciendo muchas de las
características propias de la expansión universal de occidente, que tuvo sus
luces y sus sombras. También ese encuentro entre comunidades y culturas fue un
momento creativo y fundacional de la nueva ecúmene que hoy nos caracteriza.
Entre los rasgos de la vida americana de origen hispánico que nos identifican en la
actualidad, están el mestizaje, la diversidad racial y étnica en unidad de
Estado y la proliferación de distintas experiencias de federalismo comunitario.
El criollo que realizó la gesta emancipadora de la
independencia vio y sintió el mundo con la ecúmene occidental iberoamericana y actuó y pensó a partir de la
influencia de las etnias aborígenes y del mundo afro-descendiente que coexistió
en nuestra tierra.
La ruptura con España derivó en la fragmentación de los
virreinatos en diversas repúblicas, que actualmente se encuentran divididas en
naciones. Los habitantes y las elites
de estas soberanías políticas no siempre reconocen las realidades culturales e
históricas compartidas y prexistentes, realidades que favorecen la necesaria
obra de reunificación del continente.
Nuestros países tienen problemas estructurales similares,
que son propios del subdesarrollo y de la dependencia financiera, tecnológica y
comercial que tenemos con las potencias. La pobreza de gran parte de la
población, la desigualdad y la violencia social, la falta de infraestructura y
el atraso educativo y científico son un mal difundido en prácticamente toda la
región.
Tenemos una cultura y un pasado compartido, una agenda
presente de temas no resueltos y un mismo adversario y enemigo en el
imperialismo anglosajón, que cubrió de bases militares la región y que ocupa
colonialmente parte del territorio, como es el caso de las Malvinas Argentinas.
La dependencia financiera del área del dólar y el accionar de los organismos
internacionales como el Fondo Monetario Internacional, atentan contra la
estabilidad política y el desarrollo social y productivo. Para ejercer ese
dominio mundial, las agencias culturales, televisivas, informativas y de redes
anglosajonas imponen la ideología liberal que debilita los lazos comunitarios y
las identidades colectivas de nuestra región.
Debemos seguir forjando la unidad del destino que es la
reunificación de Sudamérica. No se trata de regresar al mundo pre hispánico, ya
que sumergiríamos a la región en guerras étnicas y en mayores divisiones
territoriales que hoy son realidades dramáticas de otros continentes y pueblos
en guerra. No vamos a propugnar la vuelta a España y tampoco a ninguna nueva
forma de colonialismo o de neocolonialismo con los EUA o con China. La Nación
suramericana tiene que reunificarse forjando una nueva soberanía política,
económica y militar de base continental. El continentalismo suramericano, a
diferencia del anglosajón, promoverá el respeto a la existencia de las otras
ecúmenes y será protagonista de la construcción de un sistema-mundo que
reconozca el pluriversalismo y la coexistencia pacífica de las distintas
comunidades organizadas.
La
decadencia nacional
La Argentina es un caso digno de estudio de Estado
fallido y de Nación fracasada e inconclusa.
Desde la muerte de Juan Perón, si bien hubo ciclos cortos
y transitorios de estabilidad y de crecimiento, el proceso general que atravesó
el país fue de decadencia económica, política y moral, así como de deterioro generalizado
del nivel de vida del pueblo. Las crisis permanentes, la inestabilidad productiva,
la carencia de proyectos y la volatilidad e inestabilidad fueron la
característica del sistema político desde la vuelta de la democracia del año 1983.
Argentina es un Estado fallido que puede mostrar al mundo
que, en cuatro décadas, ha sido capaz de destruir aceleradamente su economía y
de sumergir a la mayoría social en la pobreza. Actualmente, el país tiene prácticamente
el mismo Producto Bruto Interno que en el año 1974. De esa etapa a la fecha,
duplicó su población y multiplicó exponencialmente la pobreza, que aumentó de
800 mil a 20 millones de personas.
Analizado en perspectiva histórica comparada, Argentina
es un caso excepcional por su inmensa capacidad de destruir empresas y de
remplazar puestos de trabajo formal en la industria por ollas populares y por
comedores de desempleados. El país puede enseñar al mundo que superó la época
de la explotación de los trabajadores denunciada por Carlos Marx en el siglo
XIX: hace décadas que directamente los excluyó del mercado de trabajo
capitalista.
En algunos contextos de precios altos de sus productos
exportables, el país tuvo superávit fiscal y comercial, pero nunca resolvió el
déficit social, productivo y tecnológico que ya se ha convertido en
estructural. Un tercio de su población tiene problemas de alimentación, vestido
y de acceso a la salud. El país produce pobreza a granel, se especializa en
fugar dólares y, en épocas de crisis, emigra al extranjero a sus clases medias y
altas universitarias.
Aunque suene increíble para las generaciones jóvenes, hasta
los años setenta del siglo pasado la Argentina era un país considerablemente
industrializado, tenía pleno empleo, disponía de una importante y vigorosa
cultura nacional integradora y se enorgullecía de ser igualitario socialmente
frente a otros países de la región. El mito de la Nación moderna y próspera hoy
está terminado, y nos encontramos con un país que se derrumba crisis tras
crisis.
Territorialmente, la Argentina se divide en una cambiante
geografía que tiene zonas de extrema miseria, que contrastan con los barrios
cerrados con seguridad privada en donde viven las familias integradas al
capitalismo. En un mismo municipio hay varias ciudadanías argentinas y el
derecho a la seguridad, la propiedad privada, el empleo, la cultura y la
tranquilidad se está volviendo un privilegio de unos pocos. La comunidad se
fragmenta y crece la violencia en las barriadas populares, que son atravesadas
por el crimen organizado (centralmente el narcotráfico) y por el crimen
desorganizado de una comunidad anárquica en donde aumentan el robo y la
violencia interpersonal.
El país, que supo ser un faro cultural en Sudamérica, padece
una crisis moral inédita. La educación es cada día más desigual y los sectores
medios y altos abandonaron la escuela pública como valor, haciendo concurrir a sus
hijos al subsistema privado que divide a los jóvenes por su nivel de ingresos. El
país retrocedió más de un siglo y abandonó el programa educativo liberal que
apostó a la escuela primaria estatal como un medio de formación de ciudadanía
nacional. Hoy esa vocación uniformadora de la masa popular fue remplazada por
el clasismo educativo y hay escuelas diferentes para los ricos, los sectores
medios y los pobres.
La dirigencia política renunció a formular un proyecto
nacional y aceptó sin demasiadas contradicciones el programa neocolonial de la
finanza extranjera, ese que deja como saldo que una gran parte de sus habitantes
estén social e históricamente excluidos. En este marco, la educación perdió sus
finalidades nacionales y comunitarias. La escuela de ricos se orienta a
reproducir la condición de clase de la minoría integrada, mientras que la
educación de los pobres tiene como función postergar en el tiempo el —casi
seguro— desempleo y la marginación de la gran mayoría de los estudiantes. Los
valores nacionales han sido paulatinamente abandonados en la educación
argentina, para ser remplazados por aquellos que resaltan el individualismo y
un materialismo de ideología liberal de izquierda y liberal de derecha.
La Argentina se habituó al crecimiento anárquico de las
villas miserias y a que su población no acceda a una vivienda digna, que no tenga
los servicios públicos elementales y que tampoco ejerza el derecho a la salud.
Parece normal que las embarazadas humildes no dispongan de cobertura sanitaria,
que los bebes nazcan con bajo peso y estén mal alimentados y que los nenes revuelvan
la basura para poder comer. El país no garantiza el derecho a nacer en
condiciones mínimas de dignidad y no tiene políticas de natalidad y
demográficas para poblar su inmenso territorio. Allá lejos quedó el mandato
moral justicialista y parece habitual que actualmente los únicos privilegiados son los niños que no nacen.
El fracaso del país se volvió una cultura política y la
resignación frente al desastre es el sentido común generalizado. La pobreza fue
institucionalizada y el subsidio alimentario dejó de ser un medio transitorio
de ayuda y se consolidó como una forma de vivir y de ser. El valor del trabajo
fue sustituido por políticas de asistencialismo y de contención y reproducción de
la marginalidad. La angustia y escepticismo emocional es el rasgo
característico de un pueblo que no recuerda de dónde viene, que vive de manera
efímera y materialista el presente y que no sabe hacia dónde se conduce.
La
reconstrucción nacional
En épocas de crisis, la labor del pensador es muchas
veces amarga. La comprensión de los hechos y de los dramas de nuestro tiempo
nos obligan a afirmar un valiente escepticismo. Hay que tener conciencia de que
la verdad no se hace de amigos entre la política partidaria ni entre el
periodismo, acostumbrados éstos a aplicar la más efectiva censura que se haya
inventado en democracia: el silenciamiento.
El presente y el futuro del país nos enfrentan a
posibilidades y también a grandes peligros.
El Estado fallido argentino es incapaz de generar desarrollo y luego de
cada una de las crisis que protagonizó, el número de los excluidos aumentó y
también se acrecentó la marginación de la masa popular.
La Nación se encuentra en serio riesgo ya que se
debilitan los vínculos de solidaridad social y crece el clima de anomia y de violencia
en las grandes ciudades. La injusticia y los estados de decadencia política
auguran la pérdida de legitimidad y de representación de la dirigencia partidaria
y consecuentemente producirán mayores tensiones, desordenes y fracturas en el
cuerpo social.
La crisis argentina es terreno fértil para las ambiciones
foráneas. Nuestra incapacidad nacional permitió que el país se convierta en un
casino financiero mundial y en un exportador de pobres. Cada argentino que nace
acumula una copiosa deuda externa que pagaran él, sus hijos y sus nietos, en
base a privaciones y a sacrificios. El hambre de la Argentina casino es la garantía de la sustentabilidad de la
especulación financiera foránea y de la reproducción del actual sistema de
desorden mundial institucionalizado que controlan unas pocas corporaciones y
potencias.
Uno de los grandes causantes del fracaso del país es que,
desde la muerte de Juan Perón y el establecimiento de la dictadura de 1976, la
Argentina no consolidó una dirigencia con vocación nacional. Su lugar lo ocupa una
clase política que ambiciona más los dólares que el poder nacional y que se siente
más interpelada por la riqueza material, que por el cumplimiento de una causa de
reparación social, histórica y moral. El pensamiento financiero se impuso como
la ideología de una parte de la dirigencia, que administra el mercado electoral
cumpliendo con las apetencias del capital extranjero y de las sociedades
anónimas, sin patria y sin alma, que controlan el mundo.
Son escasos los partidos políticos que hablan de la
verdad y en su lugar profesan un optimismo deshonesto que es amoldado al
lenguaje maquillado de la campaña electoral. Lamentablemente, de nada vale ese
engaño y con esa actitud solamente se augura una nueva y más profunda crisis.
La decadencia y el drama social de la Argentina
contemporánea no encuentran un interlocutor que sea capaz de movilizar al
pueblo en la necesaria cruzada de reparación nacional y social. La falta de
estadistas está haciendo de la actividad partidaria un sistema de
administración de la decadencia y de fuga planificada de la riqueza al extranjero.
Pese a todo, en el país siguen existiendo organizaciones
libres del pueblo y un significativo tejido de instituciones formadoras de
dirigentes. En el país existe una gran cantidad de organizaciones dedicadas a
labores deportivas, artísticas, solidarias y de fomento, en dónde aún existen
valores y experiencias de vida en comunidad.
Las dos organizaciones más importantes de la Argentina en
términos de cantidad de miembros, de alcance geográfico y de grado de
institucionalización, son el Movimiento Sindical y la Iglesia Católica, hoy conducida
por el Papa Francisco.
El Movimiento Obrero Organizado es el gran legado de la
Revolución peronista y es el último reservorio político para la defensa de la
cultura del trabajo digno y de la justicia social. El sindicalismo, además,
tiene los cuadros técnicos para la formulación y la implementación del programa
de desarrollo nacional que requiere impostergablemente la Argentina.
La Iglesia de Francisco y las diversas instituciones
evangélicas representan y congregan a
una población suramericana mayoritariamente cristiana. El actual Papado enarbola
la defensa de la humanidad frente al naufragio de los valores materialistas; y reivindica
la solidaridad de las relaciones internacionales frente a la tiranía universal del
dinero, que moviliza a los mariscales de la guerra y del comercio anglosajones que
destruyen las naciones y que siembran el hambre en los pueblos. La Iglesia católica
y las instituciones evangélicas de la Argentina administran una inmensa red de
contención social, sin la cual el descarte y la exclusión humana serían aún más
dramáticas. En el terreno cultural la Iglesia Católica es la garante de la
escuela de calidad para decenas de miles de hijos de los humildes y de la clase
media y cumple una tarea abandonada hace tiempo por el Estado. En el plano
espiritual, las iglesias y capillas siguen aportando a la construcción de la
solidaridad social, la esperanza, la fe y el desarrollo de los valores comunitarios
del hombre argentino, frente a una sociedad y a una clase política liberal, individualista,
consumista y materialista.
Para salir de la encrucijada, se requiere de un amplio
frente de unidad nacional. La labor de reconstrucción necesita de un estadista y
de una nueva generación política de composición federal y que sea el resultado
de la concertación social. Es momento de superar el porteñismo y su ideología
liberal de izquierda y de derecha, para avanzar hacia el federalismo, el nacionalismo
popular y el continentalismo.
En línea con la tradición justicialista, es necesario
forjar un Movimiento que amalgame y que reclute una elite policlasista,
pluriétnica y pluripartidista. El país requiere de la participación activa de
los dirigentes del empresariado nacional y de las distintas fuerzas partidarias.
La reconstrucción necesita de un pensamiento nacional
arraigado a la tierra, que sienta y que entienda el mandato de la historia y
que contribuya a forjar la conciencia nacional y a la búsqueda de soluciones
científicas y tecnológicas argentinas y suramericanas.
La tarea de reconstrucción demandará una acción austera,
sacrificada y patriótica de refundación material, política, cultural y
emocional. Es momento de reconstruir el Estado y de formular e implementar un
proyecto nacional de perspectiva popular y suramericana.
El
libro “Pensadores del Nacionalismo Popular”
El libro analiza la obra intelectual y política de un
conjunto de pensadores y actores políticos que ofrecen experiencias para
solucionar el drama de la Argentina contemporánea. En cada caso, son recuperados
un conjunto de sus aportes teóricos que desarrollaron para entender y para
actuar en el contexto que les tocó vivir.
El libro inicia con un trabajo sobre el ecuatoriano José
María Velasco Ibarra, político activo e intelectual prolífero, cuyos dotes de
estadista y de caudillo le permitieron alcanzar la presidencia de su país en
reiteradas ocasiones y promover una obra revolucionaria de reparación social y
moral.
El segundo capítulo trata sobre Alberto Baldrich, que es
uno de los fundadores de la sociología nacional. Pensador agudo y profundo,
desarrolló las bases para una sociología de la cultura en la que se resalta la
importancia de los valores, las costumbres y las tradiciones para la
organización de la comunidad nacional. Sus categorías son puestas en desenvolvimiento
para analizar la historia argentina contemporánea.
El capítulo tercero realiza un estudio sucinto de algunas
obras del pensador ruso contemporáneo Alexander Duguin. Si bien tiene
particularidades que son propias de su contexto de producción, la obra del
lucido intelectual aborda aspectos de la organización política y de la cultura que
también son propias de la tradición del pensamiento nacional argentino y suramericano.
Su obra ofrece un análisis agudo de las relaciones internacionales e introduce una
crítica al liberalismo anglosajón.
Los capítulos cuatro y cinco trabajan sobre el ideario de
Juan Domingo Perón. En este caso, evitamos referencias a su biografía que ya aparece
extensamente desarrollada en diversos libros e investigaciones. Analizamos
puntualmente sus obras Conducción
Política y Comunidad Organizada.
En esos trabajos, el líder justicialista sintetizó el modelo de sociedad y de
democracia a la que aspiramos y ofreció un sistema de organización del poder
para forjar ese proyecto histórico.
El capítulo seis aborda el pensamiento del historiador
José María Rosa. Este intelectual es uno de los grandes fundadores de la
escuela revisionista y fue uno de los más influyentes autores sobre la
dirigencia sindical y política de los años sesenta y setenta. Rosa construyó un
mito movilizador de base historiográfica, en el cual el pueblo organizado es el sujeto de la Nación.
El capítulo siete analiza en el concepto de Pentagonismo
que formuló el político y escritor dominicano Juan Bosch. La noción aporta elementos
para comprender la dinámica expansiva y violenta de la política exterior
norteamericana que está directamente ligada a la industria militar.
El último artículo se centró en el pensador mexicano José
Vasconcelos. Puntualmente, analizamos su punto de vista sobre el rol de la
universidad y sobre la función de los intelectuales para la construcción
política de un proyecto antimperialista y soberano del continente suramericano.
Si bien los ámbitos geográficos e históricos de
producción son diferentes, todos estos pensadores tienen puntos en común. El
primero es la vocación nacional y antimperialista, junto con la reivindicación que
hacen del derecho a la autodeterminación política e histórica de nuestras
comunidades organizadas. El segundo tema que los une es que destacan la
importancia de la cultura como elemento fundamental de la organización humana,
desestimando las teorías materialistas propias de la izquierda y del
liberalismo. El tercer aspecto es que coinciden, en algún momento de su vida y de
obra, en que los EUA e Inglaterra y su ideología del liberalismo anglosajón son
los enemigos históricos a enfrentar. El
cuarto tema que los identifica es la convicción de que Sudamérica es una
ecúmene propia y que nuestro accionar político presente tiene que aportar a la
reunificación de las pequeñas patrias y a la construcción de una unidad de
destino común. Finalmente, los siete autores comparten el hecho de que la
comunidad nacional debe movilizar a las organizaciones libres del pueblo, que
son los grandes protagonistas del momento histórico que nos toca vivir.
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