Los
hombres pasan, los pueblos quedan
Aritz
Recalde, junio 2015
Uno de los grandes desafíos de los gobiernos
populares de Iberoamérica, es el de consolidar en el tiempo los logros
alcanzados. Muchos programas de transformación política, vieron dificultados su
continuidad con la desaparición física de los líderes. La Revolución
Justicialista no fue lo mismo sin Juan Perón. El proceso de transformación política
de Chile de Salvador Allende, fue único e irrepetible. Cuba sigue teniendo un
gobierno con participación de Raúl Castro. La muerte de Néstor Kirchner y de
Hugo Chávez, obligaron a los pueblos de Sudamérica a una compleja tarea de
reorganización política y social.
Frente a este dilema se puede caer en una
solución simplista, proponiendo la desaparición de los ejecutivos fuertes. Tal
cuestión suele ser impulsada por los intelectuales del liberalismo, que postulan
una interpretación negativa sobre el rol del poder ejecutivo en la política. Es
habitual que a la hora de analizar la política del siglo XIX, denuncien el “caudillismo” y en el XX reiteren
su cuestionamiento a los dirigentes que consideran “populistas”. Para algunos
divulgadores de la ideología liberal, la función del poder ejecutivo es
sustituida por consignas vacías como son la división de poderes, las
instituciones o la república.
Los sectores populares se identifican con
hombres concretos y no con consignas abstractas o armados políticos
impersonales. Para el pueblo la soberanía reposa en el caudillo y en el
dirigente sindical, partidario o social. Por eso no es casualidad que con el
objetivo de debilitar al pueblo, los liberales impulsen una división de poderes
“negativa”. Para el liberalismo los poderes judicial y el legislativo tienen
que “controlar” al ejecutivo. Incluso, los medios de comunicación son conceptuados
un “cuarto poder” de la sociedad civil, que también tiene que limitar a los
intendentes, a los gobernadores o a los presidentes elegidos democráticamente.
Si negar la importancia de las figuras
individuales en política, es innegable que cumplen un rol histórico finito y
que su legado tiene que ser continuado y profundizado en el tiempo. Con esta
finalidad, consideramos que hay tres actividades fundamentales que deben
garantizar los programas políticos, si es que quieren trascender a los hombres:
-
Fortalecer
la organización política.
-
Afianzar
la conciencia y política y social del pueblo.
-
Avanzar
en la institucionalización de los logros de la gestión.
La actividad política se desenvuelve como una
disputa permanente de intereses económicos, territoriales o ideológicos. En
paralelo a que un gobierno distribuye la riqueza para emancipar al pueblo, la
oligarquía se organiza y resiste para conservar sus privilegios. Cada recurso
nacionalizado y puesto al servicio de la mayoría, va a recibir una reacción del poder trasnacional. Consideramos
que sin una organización popular, los logros de un proceso político corren el
riesgo de ser nuevamente un botín de la oligarquía. La organización tiene que
atravesar todo el tejido social, cultural y político. Difícilmente un pueblo
pueda alcanzar la justicia social sin sindicatos fuertes, sin organizaciones
sociales movilizadas, sin ámbitos juveniles, sin agrupaciones empresarias, sin
medios de comunicación o careciendo de frentes de intelectuales y
artistas. Si un proceso político tiene
un conductor, pero no una organización que lo trascienda, será derrotado por
las minorías de adentro y de afuera.
La organización popular va a depender del
nivel de conciencia de un pueblo. La conciencia social no se adquiere solamente
en los libros, sino que es el resultante de la emancipación material de una
comunidad. El trabajador que alcanzó el derecho a la salud, a la educación o a una
jubilación como resultante de un gobierno popular, tendrá más posibilidades de
asumirla culturalmente como parte de una obligación del Estado, que si esa
demanda se lee en una plataforma partidaria. La conciencia social se conforma
como registro cultural histórico y se transmite de una generación a la otra. La
conciencia política de un pueblo se profundiza en su ejercicio concreto en la
administración del poder. Además, toda organización tiene la obligación de
acompañar la formación doctrinaria de los dirigentes. En este contexto, juegan
un rol importante los intelectuales que sistematizan la historia de las luchas
populares y las reincorporan al espacio político como ideología revolucionaria.
Un pueblo sin conciencia social de sus derechos y sin claridad política de su
rol en la historia, puede ser derrotado por la oligarquía. Si los miembros de
una comunidad nacional no tienen conciencia política, difícilmente puedan a
organizarse.
Finalmente, los avances económicos y sociales
de un proceso transformador deben institucionalizarse. De esta forma, las
acciones de gobierno pueden consolidarse como política de Estado y pasar de una
generación a la otra. La institucionalización de los programas sociales o
económicos del nacionalismo popular, es un instrumento estratégico para
desandar el marco jurídico de la oligarquía. No es casualidad que en las
últimas décadas Venezuela, Bolivia y Ecuador impulsaron reformas
constitucionales dotando al Estado y a las organizaciones libres del pueblo, de
recursos económicos y políticos. La institucionalización de una política no es
en sí mismo garantía de su continuidad, tal cual quedó demostrado con la
derogación de la Constitución Argentina de 1949 por parte de la
contrarrevolución de 1955. Su contrario también debe plantearse y es más fácil
para las minorías recuperar sus privilegios, si los derechos del pueblo y de la
nación no fueron institucionalizados.